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La mujer que daba felicidad  

azulzelezte 55F
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12/28/2019 7:34 pm
La mujer que daba felicidad

Todos los años, en el último viernes de diciembre, suelo hacer una buena obra: busco hombres que están solos en estas fiestas para darles un poco de compañía. Es fácil reconocerlos: suelen ir al cine solos, comen solos, hacen sus compras solos o, algunas veces, pasean con su perro. La mayoría mayores de cuarenta años, aunque he encontrado jóvenes demasiado tímidos o torpes para ligar. Muy pocos agraciados físicamente, y por eso los busco.
A lo largo del año me divierto con hombres guapos, simpáticos o divertidos, pero en estas fechas procuro dar felicidad, más que recibirla. Como los fines de año descanso de mi pareja, dedico dos o tres días a buscar a estos seres solitarios. Por lo general me acerco a ellos con una sonrisa. Casi siempre piensan que quiero venderles algo y responden muy serios, algo hoscos, a la defensiva; sólo cuando los invito a tomar un café o una cerveza, dependiendo de la hora y de la ciudad, adquieren confianza y seguridad en sí mismos. Después de todo, sólo soy una mujer frágil, sin nada que represente alguna amenaza para ellos. Cuando se convencen de mis buenas intenciones se ponen románticos. A veces me dan la sorpresa y resultan bastante sociables.
En alguna ocasión se me antojó ir a la playa. Viajé toda la noche, llegué al puerto en la madrugada y me hospedé en un hotel céntrico; salí a desayunar y mientras bebía un café delicioso advertí en una mesa cercana a un tipo solitario que leía. ¡Cómo me atraen los hombres que leen! Cuando lo miré con atención se me hizo conocido, y poco a poco lo reconocí: ¡claro, era uno de esos pobres chicos que hace unos meses despidieron de la oficina! De inmediato sentí que debía hacer algo por él. Me levanté y me acerqué a él: “¿Jaime?” Levantó la mirada y me vio, aunque tardó unos segundos en reconocerme: “¿Licenciada? ¡Qué gusto! Siéntese, por favor.” A partir de ahí todo fue risas y recuerdos. Almorzamos muy a gusto, y cuando se enteró de que paseaba sola insistió en invitarme a una fiesta en su casa. Como no tenía otros planes, acepté con gusto.
Fui al hotel para cambiarme y tomé un taxi que me dejó a las puertas de su casa. Era pequeña, pero estaba cerca de la playa y se oía el murmullo del mar. Además, la música estaba a todo volumen y había bastantes parejas bailando. La consigna parecía ser: ¡a bailar y embriagarse, que el año se va a acabar! Jaime me acaparó durante toda la tarde. Bailé tanto y hacía tanto calor que entre una pieza y otra tomé cuanta cerveza me acercó; al poco rato tuve que sentarme, en parte por el cansancio, en parte por el licor ingerido. Pero me sentía muy a gusto. Al anochecer fuimos a la playa, encendimos una fogata y nos pusimos a cantar. Yo me sentía mareada, pero estaba consciente y muy contenta; además, Jaime todo el tiempo estaba cerca de mí, apapachándome. ¡Se portaba tan tierno!
Después de medianoche regresamos a la casa para seguir bailando, pero yo seguía mareada y pensé que lo mejor era irme a descansar; sin embargo, cuando quise despedirme todos protestaron y me sacaron a bailar. El baile me reanimó a tal grado que acabé bailando descalza, pues los zapatos ya me estaban sacando ampollas. Obviamente, el baile me dio más sed y seguí bebiendo, hasta que de plano me sentí ebria. Entonces Jaime se ofreció a llevarme a mi hotel. Acepté, pero tuve que colgarme de él, pues las piernas ya no me respondían. Cuando llegamos me tuvo que cargar, pero como yo peso bastante casi me tira sobre el colchón, lo que hizo que nos diera un ataque de risa, acostados y abrazados en la cama.
Estando abrazados se me hizo de lo más<b> natural </font></b>comenzar a besar al pobre chico que habían despedido hace unos meses. Quería que se sintiera feliz y comencé a acariciarlo, a dejar caer mi cabello sobre su cuerpo, a pasar mis labios sobre su cuello; tomé su mano y la puse en mi pecho, lo obligué a estrujarlo y después me trepé encima de él. Sentada en su vientre, me quité el vestido por encima de la cabeza y le clavé mis tetas en la boca para que mordiera mis pezones, grandes como fresas, duros como tejocotes. Metí la mano bajo su pantalón y sentí algo grande, pero no muy firme, así que le quité la ropa de un jalón para descubrir lo que guardaba: era un miembro muy moreno y de buen tamaño, lo tomé con mis manos y me lo llevé a la boca. ¡Mmmh!, pensé, sabía a mar, saladito saladito; lo chupé largamente y, con la lengua y el paladar, lo aplasté para grabarme su sabor y tratar de exprimirlo.
Mientras lo hacía miré el rostro de Jaime, cuyos ojos reflejaban su excitación. Tan pronto como se puso completamente rígido me volví a montar en él, lo puse sobre mi orificio vaginal y lo introduje de un sentón. Su miembro colmó mi cavidad a plenitud y me dio tanto gusto que sentí ganas de seguir bailando, por lo que moví mis nalgas rítmicamente, adelante y atrás, lo que hizo que su verga creciera aún más en mi interior, o que se encajara toda, o las dos cosas, y mi vaivén se hizo entonces tan rápido que muy pronto sentí que me deshacía por dentro. Si de por sí la simple penetración me hizo perder el control de mi cuerpo, cuando sentí la contracción de mis paredes vaginales y el hormigueo en el clítoris comencé a rasguñar su espalda y a morderle sus hombros hasta que salió de mi garganta un grito, intenso y violento, que rebotó en mi cabeza y se regresó al fondo de mi cuerpo, seguido por una serie de gemidos entrecortados.
Exhausta, me quedé semidesmayada en la cama. Entonces sentí las manazas de Jaime en mis nalgas y su pene frotando mi vulva. Supuse que él no había terminado, así que encogí las piernas para que lo metiera de nuevo, pero él tenía otros planes: me colocó boca abajo, me puso una almohada bajo el vientre, dejando mis nalgas alzadas y expuestas, y pegó su boca a mi ano. Sentí su pegajosa lengua pasando sobre mi orificio, saboreándolo, llenándolo de baba y chupándolo. Era como una ventosa que me jalaba las entrañas. Luego sentí uno de sus dedos de salchicha, húmedo también, entrando por mi hoyo, tanteándolo, y luego fueron dos dedos, gruesos ambos, mojados de saliva, los que entraron y salieron, hasta que mi esfínter se acostumbró a ellos.
Juguetona, levanté las nalgas y las agité, como invitándolo a entrar en ellas. En respuesta, el pene que pocos minutos antes chupé con tanta fruición y que me metí con tanta urgencia ahora tocaba la parte posterior de mi cuerpo. Entonces levanté más las nalgas y, apoyándome sobre la cabeza, utilicé ambas manos para abrirme más y ofrecer mi ano en todo su esplendor, muy dispuesto a acoger al visitante. De inmediato cayó sobre él un líquido espeso, un poco frío; un dedo se encargó de distribuirlo adentro y afuera, y después el visitante metió la cabeza. Sentí un poco de dolor y me paralicé por unos segundos, por lo que el glande salió, pero lo volví a sentir muy pronto y más húmedo. Metía y sacaba la puntita poco a poco, para que me acostumbrara, una y otra vez; conforme me fui relajando, comenzó a entrar cada vez más, hasta que sentí que por mi culo entraba y salía una víbora larga, gorda y cabezona. Escuchaba los chasquidos que hacían los bordes del glande al salir del orificio y los gruñidos de Jaime, y muy pronto pude oír el jadeo que anunciaba su inminente eyaculación. Entonces se aferró a mis nalgas y empujó con más potencia, golpeándome ruidosamente con sus grandes pelotas, hasta que escuché su estertor y sentí en mi interior los chorros de leche que Jaime había acumulado durante toda la noche y que ahora bañaban mis paredes intestinales.
No fueron ésos los únicos chorros que me arrojó aquella noche loca, pero quise que todos los recibiera mi culito. Cuando era joven lo hacía así para evitar el embarazo, y conforme pasaron los años se me quedó el vicio, un vicio doloroso pero delicioso que por fortuna Jaime compartía. No hubo espacio de mi cuerpo que quedara libre de su sudor o de su saliva; cuando por fin vació en mi orificio la última gota de su semen, y cuando se cansó de morder, apretujar y pellizcar mis nalgas, mis piernas y mis pechos, Jaime se retiró y sólo entonces pude descansar.
Dormí toda la mañana y me sentía un poco adolorida, pero contenta, pues había hecho feliz a un hombre maltratado por la vida. Ya era tarde cuando me levanté, me bañé y bajé a comer algo. Mientras comía pensaba que ya había hecho mi buena obra y podía regresar a casa, pero en el fondo del restaurante alcancé a ver a un joven de lentes, mal vestido y de barba descuidada. Quizá tenía veintitantos, pero se veía tan triste y solitario que me dio ternura. Dudé, pero un cosquilleo en el periné me ayudó a decidirme. Total, era sábado y podía volver a casa el domingo por la noche, así que me levanté, me acerqué a él y le dije: “¡Hola, qué tal! ¿Me puedo sentar contigo?”


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